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Al otro lado de la mesa…

Al otro lado de la mesa…

por Julio L. Andino Ortizal otro lado de la mesa...

1ro de agosto. El calor es insoportable, como el de todos los agostos que he vivido y soportado. No sé qué me trajo a este lugar. Van dos meses del vuelo, de la última sonrisa, del último abrazo, de esos que cambian la vida. Sin embargo, todavía la siento ahí, la llevo en la garganta a todos lados. La he traído a este lugar. El lugar que fue nuestro, por instantes.

Camino con una sonrisa. Voy mirando hacia el suelo, las grietas aún están ahí y si camino sin cuidado es seguro que tropiece y tenga que mirar hacia todos lados con una sonrisa de estúpido que diga “no pasa nada, que es normal”. Sí, es normal que las aceras en Río Piedras estén todas rotas, con raíces levantándolas y con contadores de agua sin tapa, creando hoyos peligrosos al transeúnte, pero si sabes que es normal, con tener precaución basta. En fin, no he tropezado aún con nada, voy sonriendo. No sé por qué sonrío tampoco. Es una tarde extraña. Sé lo que quiero, un café, negro, sin azúcar. He dado mil vueltas buscándolo.

Apenas son las cuatro de la tarde. Llegué hace veinte minutos. Me estacioné en la calle del Bori, lo más lógico hubiese sido ir a La Tertulia, sé que ahí hay café, negro, sin azúcar. Sé que ya hasta me preguntan “¿un café negro verdá?” pero mis piernas decidieron coger otro camino.

Mis ojos te buscan. Les digo y les he dicho en repetidas ocasiones que no insistan. Me desobedecen, te buscan. Es una nueva obsesión, te buscan y te encuentran en todas partes. Te inventan si es necesario, te necesitan, aunque lo nieguen. Me hicieron detenerme y mirar hacia atrás, jurándome que te habían visto en esa esquina con la gigantesca bandera de Lares. Me tuvieron ahí, detenido en la acera contraria por varios minutos, deseando algo. Me forcé a seguir, no fue fácil porque mis pies insistían también, pero no, que quien manda en mí soy yo, y proseguí. Sin rumbo.

Aun no sabía qué hacía allí. Mi boca decidió contar en voz alta los pisos de ese edificio viejo color gris que hacía el intento fútil de alcanzar el cielo. Sólo hasta el diecisiete, ahí se detuvo mi boca, hice seguir a mis pies. Los hice doblar por el paseo real, aun sin saber a dónde me dirigía.

Mi mano derecha decidió sentir el roce de tu mano, la piel le siguió el juego lanzando un escalofrío que se regó desde el estómago hasta el resto del cuerpo. Ya iba caminando por Plaza Antonia, entonces los zorzales comenzaron a cantar, como siempre, te lo dije, “¿Escuchas a los Zorzales cómo te cantan?” qué delirio. No hubo respuesta.

Tenía que ver todo esto con revivirme, con redescubrirme entre espacios reconocibles, amigables, apacibles. Me encontré sentado al frente de la biblioteca. Miraba las copas de los árboles con sus diferentes verdes. Recordé ojos. Esperaba.

Los primeros de mes se prestan para no soportarme, para no entenderme, para no encontrarme, para perderme en espacios inexistentes en los que no me conozco. Son esos días en los que siento el mundo resquebrajarse, y yo, con mis bártulos, con ganas muy pocas, pedazo a pedazo me siento a reconstruirlo, a reconstruirme.

He dado pasos nuevamente. Esta vez fue mi nariz la que me hizo olerte. Me ilusionó. Los pasos fueron ya un trote, pero llegué y estaba cerrado. No estabas ahí, no tenías en las manos un café negro, sin azúcar y otro oscuro con la leche fría, lo de siempre.

¿Por qué te escondes? ¿Por qué te siento? ¿Por qué te veo? ¿Por qué te huelo?

Sentía unas ganas urgentes. La garganta, como siempre. Las manos me temblaban, como siempre, temblaba yo todo. Me desespero, me desespera mi cuerpo que no me responde ni me corresponde. Son estos días de vacíos, los primeros, los que insisten en extrañarte.

Mis oídos te escucharon a lo lejos, ya no pude detener los pasos, me urges, iban enloquecidos, temblando, detrás de tu voz, detrás de ilusiones rotas. Te escuchaba, en cada hoja que caía en cada grieta en las aceras, en cada conversación de personas ajenas, te escuchaba desgarrándome, en cada músculo de mi cuerpo, en cada respirar, en mis pulmones que ya no pueden expandirse más de tanto correr. Me detengo.

Mis brazos se estiran hacia el frente. El viento sopla y te desvaneces. Bajo mis brazos. Cierro los ojos, no estás ahí tampoco, te desvaneces. Respiro profundo, no te huelo, te desvaneces.

Ya no tiemblo, tiembla mi alrededor. Todo se derrumba, todo se oscurece, no escucho nada, no respiro, no es necesario, mi cuerpo se siente ligero, leve.

Una voz argentina me pregunta que si quiero lo de siempre.

No. Siempre, es una palabra muy peligrosa. Siempre, implica asumirse, entregarse todo, vivir con tantas ganas para que el cansancio se canse de intentar cansarnos. Siempre, es una palabra para las que nos enamoramos, de la vida, del mundo, de los encuentros. Siempre, es una palabra para las que el olvidar es una imposibilidad. Siempre, es una palabra para las que aman, incondicionalmente, en cada ruptura, en cada encuentro, en cada partida.

Esta vez no es lo de siempre. Ha cambiado la vida. Sigo por rumbos inconclusos, de esos de siempre. Ha cambiado la vida, como sabía que sucedería, lo descubría en cada sorbo de café que se presentaba efímero. Ha cambiado la vida, sin saberlo, sin quererlo. La búsqueda vuelve a encontrar, busco lo que quiero, para desearlo con todas mis fuerzas, para entregarlo todo. Para darlo todo, como me enseñaste, como siempre he sabido hacerlo.

No, no es lo de siempre.

Lo de siempre existió, voló, ahora es sólo una silueta al otro lado de la mesa, a lo lejos, que no olvido porque sé amar, porque mi cuerpo no me deja, porque lo de siempre se extraña, porque importa.

Lo de siempre le regala una sonrisa a mi rostro, es tan tuya como tan mía. Partimos juntos, nos quedamos juntos, éramos inevitables, fuimos breves, seremos interminables.

Estoy sentado en la mesa redonda de cristal, la de siempre. Yo ocupo una silla, en la otra estás tú, con esa sonrisa sincera, de siempre. Mis manos ya no tiemblan. Le doy un sorbo al café negro, sin azúcar, al único que está en la mesa. Te siento. Me calmo. Sonrío. Sorbo a sorbo hasta terminar.

1ro de agosto. El calor es insoportable, como el de todos los agostos que he vivido y soportado. El reloj marca la una. Me levanto de la mesa, con calma. Sonríes, te desvaneces. Sonrío. Gracias por estar, como siempre. Hasta pronto.

Veintiséis veces…

Veintiséis veces…

por Julio L. Andino Ortiz

Altar

Veintiséis veces he abierto los ojos a este día. Veintiséis sentimientos distintos. Veintiséis veces vida. Veintiséis veces más muerto. Veintiséis encuentros conmigo mismo…

Me siento en la orilla de la cama, con calma. No es tan fácil. El desgaste del matre hace que dé mil vueltas en la noche para encontrar un poco de comodidad. Uno se acostumbra luego de tantas veces, consigue acomodarse en los espacios perfectos, es un juego del subconsciente. Pero cuando duermo no busco jugar, sólo busco dormir. Al final me despierto hecho mierda.

Es común que divague en las mañanas de pensamiento en pensamiento. Más si es jueves. Como si fuera todavía soñando. Mi mirada también divaga. Como si fuera recogiendo uno a uno los susurros de colores que se le presentan lentamente sin avisar.

Divagando encuentro a mano izquierda los objetos de la búsqueda. Es una pequeña obsesión mía. Una vez me conté que nací sin entender y entonces comenzó la búsqueda. Me conté que la búsqueda no era una sola, ni era algo que se encontraba. Que era eso, la búsqueda, eternamente, o por lo menos hasta que me durara el cuerpo. Entonces, mientras miraba a mi izquierda donde estaban todos esos objetos de encuentro, me levanté de la cama, con calma. Arrastré la silla roja, tan incómoda como mi cama, la puse frente a la mesita con los objetos de encuentro y me senté.

Mi madre no entiende nada de eso. «Tanta porquería en este cuarto… Nene aquí no se puede ni caminar. ¿Cuándo vas a recoger?». La cantaleta. Ya yo estoy acostumbrado, realmente no sé si lo hago a propósito sólo para escucharla. Es que es impresionante como brota la ternura de su voz. Es difícil entender. Yo inclusive, entiendo su no entendimiento. Yo también consideraría porquerías ese montón de cosas si no conociera la vida que las habita, que es la mía toda, que no es tontería, sino alegría, agonía, en fin, vida vivida, encontrada y recordada en objetos ya con energía propia.

Sigo observando mi vida, me detengo en el fondo. Dos objetos invaden mis ojos, una pequeña foto en un marco verde ovalado, que rescaté de algún lugar de la casa y ahora es mía, parte de mi colección, y un perrito lo más raro que ha estado conmigo desde antes que recordara algo.

No es tan difícil revivir los años en aquella casita, que construyeron mis padres arriba de la casa de mi abuela, en San Antón. Me veo correteando por el piso sin losetas. Puedo saborear el café con leche que me preparaba abuelita Grá, y sentir el olor a almidón Niagara. Mis ojos se llenan de ella planchando, mis oídos de ella tarareando canciones que no reconocía ni reconozco, y sus ojos se llenan de mí con mi taza de café que le sirve de piscina al pan sobao con mantequilla que me preparó y que sin vacilación pasa de mis pequeñas manos a mi pequeña boca.

Yo acá en mi silla roja saboreo todo el recuerdo. Una lágrima se invita a pasear por mi mejilla izquierda, siempre es por esa.  Por el lado más tierno, más amable, más de ella.

Recuerdo también el dichoso relleno de papas y los primeros hedores e iras. Escapo rápido de esos recuerdos, de eso no se habla, de eso no se piensa, de eso sólo se siente.

Miro a la izquierda y el azul que entra por la ventana me calma.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde que estoy sentado en la silla roja. Subo la pierna derecha al borde del asiento y recuesto la barbilla en la rodilla. Cambié el azul del cielo por el azul cielo de la bandera. Estoy ahí, alelado, un rato más.

Pienso que ya pronto me debo ir a la universidad. Pienso que no debo tener prisa. Pienso que debo romper.

Me levanto de la silla roja. No estoy seguro hacia dónde me dirijo, sólo sentía que era momento de pararme de ahí. Tal vez fue sentir el estómago vacío. Antes de ir a la cocina verifico el reloj. Las seis y veinte y cuatro. Estoy a tiempo.

Me acuesto en la cama a mirar el techo. No sé si cerré los ojos, pero veo los objetos de búsqueda. Me veo sentado en la silla roja, mirando la mesita. Me veo en una esquina del salón de kínder, llorando. Me habían enviado allí porque traté de enterrarle la punta del lápiz a la nena que estaba diciéndome cosas. Al final se lo merecía, y como eran los lápices de esos que son gorditos, como lo era ella y aún lo es, pues no pasó nada malo, pero yo estuve allí, sentado, un rato más.

Me veo correteando en las tantas horas de merienda, jugando escondite, pelota, chico paralizao. Me veo en otras tantas graduaciones. Nos graduamos tanto. Olvido la de sexto. A esa no llegó. En esa no me veo. Me veo en la de cuarto año. En esa ya había sido aceptado en la universidad, la de Puerto Rico, la de Bayamón, no la de Río Piedras, no sabía lo que significaba eso, pero me veo en ese último año de escuela superior. Era posible beber más alcohol, pero coño, una gota más y no sé si estaría aquí, fue lo suficiente. Me veo descubriendo música. En casa siempre era o la Z o ESTEREOTEMPO, tal vez mami de vez en cuando le daba con poner los LP de Danny Rivera, o de Haciendo Punto, pero la mayoría del tiempo era Ednita o Myriam Hernández, eso me recuerda a limpiar, y no quiero. La salsa se quedó, pienso que es raro, viniendo de dónde viene en mi casa, pero es que la siento natural, tal vez por las historias de mi abuelo. Entonces me veo en la universidad. Abro los ojos alarmado.

Pienso que debo ir a la universidad. Pienso que creo que debo tener prisa. Pienso que debo romper.

El reloj me dice que ya no me puedo hacer desayuno. Seis y cincuenta y nueve. Me siento en la orilla de la cama, con calma. Se me hace inevitable mirar la mesita llena de vida, de mi vida. Me levanto de la cama para no perder más tiempo. Agarro la toalla y doy pasos rápidos por el pasillo en dirección al baño. Siento la profundidad de unos ojos que me observan. Me detengo antes de entrar por la puerta del baño. Los siento llamándome. Salgo del letargo, miro y no hay nada. Estoy ahí un rato más, no sé cuánto, juro haberla visto mirándome.

La universidad. Regreso a mí. Entro a la ducha intranquilo. No es la primera vez que los siento, pero esta vez la intensidad fue otra, como si un encuentro estuviera cerca.

Abro la ducha y como siempre dejo el agua caer unos minutos. Espero que caliente. Eso del agua fría nunca ha sido lo mío. Ya caliente viene el juego de ponerla más fría porque está muy caliente, al final pienso que siempre está más fría que caliente, pero manías son manías.

El agua me calma y me hace olvidar la mirada punzante. Sin embargo, me siento exhausto del encuentro. Me siento en el piso de la ducha a escuchar el agua caer. Las gotas golpean mis piernas, con cada gota se va un segundo, con cada gota me acerco al interior.

Pienso que debo ir a la universidad. Pienso que no debo tener prisa. Pienso que debo romper.

Voy descalzo, como me gusta. Siento las piedritas en los pies. El agua se escucha fría allá arriba, siempre confundo el nombre de la charca, “¿José Domínguez, Juan Domingo?” pregunto, siempre “No… Juan Diego” me contesta Lourdes, siempre. Reímos, de tantas cosas. Hablamos, de tantas cosas. Somos tantas cosas sinceras. El agua de la cascada nos arropa. Sentimos las pieles erizarse. Sentimos el silencio estridente del agua. Nuestras voces quedan enmarcadas en una de las piedritas que sentimos en los pies, nos harán recordar siempre que un día de verano estuvimos amándolo todo, “Yunque 2013”, con eso bastará para evocarnos.

Pienso que debo ir a la universidad. Pienso que debo tener prisa. Pienso que debo romper.

Voy descalzo, como me gusta. Siento la arena tibia en los pies. El sonido del agua me calma. El viento como siempre enfrascado en su amorío eterno con las palmeras y las uvas playeras. Ambos sonidos, junto a las voces que siempre me acompañan. No sé físicamente quién me acompaña. No sé quién etéreamente me acompaña. Están ahí, eso sí, las olas me hacen recordar. El cielo con su atardecer. Julia, no me recuerdo, me siento. Te siento. Recojo caracoles. Los lleno de vida, con eso bastará.

Pienso que debo ir a la universidad. Pienso que no debo tener prisa. Pienso que debo romper.

Despierto descalzo, como me gusta. Siento el rocío en mi piel, me entra por la nariz, luego me entra por los ojos. El negro le va huyendo al azul, que se va proclamando victorioso. Los ruiseñores se dejan sentir. El mar está ahí, a varios pasos de mi despertar. A mi lado el bolígrafo y la libreta. En Buyé, muy lejos del primer nombramiento. Aún recuerdo los zapatos rosados, la camisa blanca, y la sonrisa nerviosa que entraba por la puerta de la cafetería. Mi primer café. Mi primera mirada. Mi primer beso. Mi primer deseo de escribir. He gastado papeles nombrándoles innombrables. Ahora aquí, en este amanecer, después de una luna menguante que se escondió sigilosamente en un horizonte oscuro, vuelve y retuerce. Me siento. Soy una gigantesca mano. La nombro, para que me nombre, innombrable. Innombrable yo, no ella, yo. En una hoja la recuerdo, la recordaré para siempre. En la libreta me desgarro, como siempre, nombrando.

Pienso que debo ir a la universidad. Pienso que debo tener prisa. Pienso que debo romper.

El agua ya no está tibia. Ya no me calma. Se ha enfriado demasiado, me hace volver. La clase. No sé cuánto tiempo llevo sentado en el piso de la ducha. Siempre me pasa lo mismo. Me levanto. Una energía nueva, que viene por la prisa y por querer aprovechar lo poco que queda de agua caliente.

Pienso que debo romper.

Vuelvo al cuarto. Siete y treinta y uno. Me tardo algunos segundos decidiendo qué pantalón ponerme ¿largo? ¿corto? ¿cuándo fue la última vez que me lo puse? Hace calor, escojo uno corto, rojo. La camisa no es tan difícil, una v-neck blanca, como siempre, para la calma. Me siento en la silla roja. Busco los zapatos con la mirada. Juro habérmelos quitado en el cuarto. La mirada se detiene en la mesita. Justo en el centro.

Ruptura…

La piedra. Blanca. Lo dice todo. Lo recoge todo. La vida es ruptura toda. Fijo mi mirada involuntariamente.

Ruptura…

Se cierran los portones de la universidad. Se escuchan consignas de lucha. Se montan barricadas. Se hablan utopías. Se sueña en casetas coloridas sobre un futuro glorioso.

Ruptura…

Camino escuchando zorzales. Crecí. Busco la toga. Las aceras tienen las mismas grietas de hace cuatro años. Los verdes son los mismos de hace cuatro años. Los engullo con suspiros que se rompen y pupilas que se mojan. Me voy. Se va. Me quedo.

Ruptura…

Me encuentro íntimo. También hay desencuentros. Se camina igual. Pero luego ya no van uno detrás del otro los pasos. Ni por las mismas agrietadas aceras. Ni por los mismos despejados cielos.

Ruptura…

Las flores están descolocadas. Van como yo. Muriendo. No están en su sitio. Yo busco sitio. Ellas ya encontraron el suyo. La muerte. En sus pétalos brillantes, en sus últimos suspiros, dónde más olorosas se encuentran, porque lo saben. Yo aún no lo sé. Las respiro buscando familiarizarme. Qué hermoso sería morir dejando estelas de olores por el mundo. Tal vez eso haga. ¿Cuánto falta? No estoy listo para la ruptura final. Siento un golpe hondo. Todavía queda mucho por sufrir y por reír. Lo siento.

Ruptura…

Cómo salí del delirio no recuerdo. El corazón palpitaba asustado. Mis manos temblaban. Recuerdo lo que buscaba. Los zapatos estaban ahí, debajo de la mesita. Me unto del aceite de sándalo para espabilar un poco, para la calma. Me pongo los zapatos, pongo el bulto en mi espalda y salgo a caminar.

Entre verdades…

Entre verdades…

Por Julio L. Andino Ortiz

De esta boca inconsciente

se murmura que no conoce palabra.

De estas manos adoloridas

se murmura que viven

de inventar subterfugios.

Mirar las nubes en su aleatorio transcurrir,

sorber sus formas,

enredar mis pupilas hasta ver tu silueta

acercándose a mi boca,

como lo soñé,

hasta verte tomar otra forma,

irreconocible fantasía,

entonces será el momento de regresar a lo irreal,

a ese caminar fatigoso por trillos y veredas,

al irremediable suicidio involuntario

del pasar de los años.

De esta boca sin propósito

se murmura que ya no desea tanto.

Que se escapen las memorias,

las que nunca existieron,

las más que gritan,

las más violentas,

las más que rasgan la garganta

y agotan los intentos de palabra.

Que se queden,

que se murmure sobre esta boca que tiene razón,

que le quedan tertulias,

que tiene todas las de pronunciar,

pero que nadie se olvide

que después de todo,

mentir aun está de moda.

Mentir aun está de moda… [Ya no deseo tanto…]

Mentir aun está de moda… [Ya no deseo tanto…]

Por Julio L. Andino Ortiz

Ya no deseo tanto,

aborrecido de colgar pensamientos

como si fuesen cuadros adornando

el corredor que va hacia mí habitación.

Sillas vacías,

sólo yo,

feliz aparentemente,

olvidado ya.

De tener entusiasmo,

a ver pasar el tiempo sentado

con la mirada hacia el este,

derramando ganas,

callando ansias,

desperdiciando una que otra palabra

que terminará como pensamiento

inconcluso colgado en el corredor,

convertida en esperanza malgastada.

Ya no suspiro tanto,

no me sorprendo buscando pasos

ni caminos a tu encuentro,

vencido sí,

de tal forma que no consigo levantar

los párpados para visitar tu rostro

lleno de gloria,

de tal forma que no consigo descubrir

lo bueno y apartar lo malo,

de tal forma que ya desesperado,

en un aluvión de amargos llantos,

me despojo de mí y de ti,

anunciando en un alarido silente,

más estridente que muchos otros,

la muerte lenta de mi silueta.

Me desprendo cuerpo todo de mi alma,

buscando encontrar paz en algún otro lugar.

¡Qué de tristezas!

¡Qué de angustias!

Ya no estoy desesperado, no,

ya no recurro a la revancha, no,

nada de eso,

por tercera y última vez

me he enviado al paredón,

esta vez no voy cabizbajo,

esta vez no volveré otra vez,

será el final de algo sin comenzar.

Ya no deseo tanto,

sólo me aferro a la ilusión de alguna vez,

a tu mirada,

y al tal vez.

Karakul…

Karakul…

Por Julio L. Andino Ortiz

Si sueño con verdades,

será sólo el reflejo de la tarde

que se posa en mi mirada

para dar rienda suelta al raudal

de emociones juzgadas

por lo inaudible como

estandarte de ocio…

Escucho tus palabras no pronunciadas,

como intento de respuesta las mías

se lanzan pensativas, apacibles, con simpatía.

Sentado aquí, la sonrisa va y viene,

sin ser pensada, está consagrada a la noche,

apasionada por la oscuridad y sin temores,

va y viene, sin ser pensada,

esta consagrada a la noche,

apasionada por la oscuridad y sin temores.

Vestido de sonrisa doy vueltas

por los pasillos de mi habitación,

sorpresivamente estoy intranquilo,

sorpresivamente me desvelo,

sorpresivamente me compongo descompuesto,

un verso anhelo,

y me vierto,

me vierto y soy tierno,

y soy un cirio brillante,

eterno,

y soy esperanza cuando me vierto,

y siento el estertor de un suspiro ajeno

revoloteando en mi aliento,

y me vierto,

me compongo descompuesto.

Busco ser yo, no sé si lo soy,

soy el mundo, soy una idea,

soy mi habitación.

Busco ser yo, soy un desafío,

soy un impulso, soy un ser de la nada,

soy un ser con ansias de jugar.

Andando con pasos cortos y largos,

con pasos que guardé

de lo andado alguna vez,

con pasos nuevos que nunca anduve

y con los de futuro que sin existir

quieren ir andando también.

Sabes quién soy, qué quiero ser,

acaso piensas en lo que dije ayer,

o te olvidas como olvidaste dormir

antes del amanecer.

Voy recorriendo los pasillos

de mi habitación,

descalzo,

componiendo estruendos silentes.

evocando al ocio para que se vierta en mí

y yo verterme en ti.