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Veintiséis veces…

Veintiséis veces…

por Julio L. Andino Ortiz

Altar

Veintiséis veces he abierto los ojos a este día. Veintiséis sentimientos distintos. Veintiséis veces vida. Veintiséis veces más muerto. Veintiséis encuentros conmigo mismo…

Me siento en la orilla de la cama, con calma. No es tan fácil. El desgaste del matre hace que dé mil vueltas en la noche para encontrar un poco de comodidad. Uno se acostumbra luego de tantas veces, consigue acomodarse en los espacios perfectos, es un juego del subconsciente. Pero cuando duermo no busco jugar, sólo busco dormir. Al final me despierto hecho mierda.

Es común que divague en las mañanas de pensamiento en pensamiento. Más si es jueves. Como si fuera todavía soñando. Mi mirada también divaga. Como si fuera recogiendo uno a uno los susurros de colores que se le presentan lentamente sin avisar.

Divagando encuentro a mano izquierda los objetos de la búsqueda. Es una pequeña obsesión mía. Una vez me conté que nací sin entender y entonces comenzó la búsqueda. Me conté que la búsqueda no era una sola, ni era algo que se encontraba. Que era eso, la búsqueda, eternamente, o por lo menos hasta que me durara el cuerpo. Entonces, mientras miraba a mi izquierda donde estaban todos esos objetos de encuentro, me levanté de la cama, con calma. Arrastré la silla roja, tan incómoda como mi cama, la puse frente a la mesita con los objetos de encuentro y me senté.

Mi madre no entiende nada de eso. «Tanta porquería en este cuarto… Nene aquí no se puede ni caminar. ¿Cuándo vas a recoger?». La cantaleta. Ya yo estoy acostumbrado, realmente no sé si lo hago a propósito sólo para escucharla. Es que es impresionante como brota la ternura de su voz. Es difícil entender. Yo inclusive, entiendo su no entendimiento. Yo también consideraría porquerías ese montón de cosas si no conociera la vida que las habita, que es la mía toda, que no es tontería, sino alegría, agonía, en fin, vida vivida, encontrada y recordada en objetos ya con energía propia.

Sigo observando mi vida, me detengo en el fondo. Dos objetos invaden mis ojos, una pequeña foto en un marco verde ovalado, que rescaté de algún lugar de la casa y ahora es mía, parte de mi colección, y un perrito lo más raro que ha estado conmigo desde antes que recordara algo.

No es tan difícil revivir los años en aquella casita, que construyeron mis padres arriba de la casa de mi abuela, en San Antón. Me veo correteando por el piso sin losetas. Puedo saborear el café con leche que me preparaba abuelita Grá, y sentir el olor a almidón Niagara. Mis ojos se llenan de ella planchando, mis oídos de ella tarareando canciones que no reconocía ni reconozco, y sus ojos se llenan de mí con mi taza de café que le sirve de piscina al pan sobao con mantequilla que me preparó y que sin vacilación pasa de mis pequeñas manos a mi pequeña boca.

Yo acá en mi silla roja saboreo todo el recuerdo. Una lágrima se invita a pasear por mi mejilla izquierda, siempre es por esa.  Por el lado más tierno, más amable, más de ella.

Recuerdo también el dichoso relleno de papas y los primeros hedores e iras. Escapo rápido de esos recuerdos, de eso no se habla, de eso no se piensa, de eso sólo se siente.

Miro a la izquierda y el azul que entra por la ventana me calma.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde que estoy sentado en la silla roja. Subo la pierna derecha al borde del asiento y recuesto la barbilla en la rodilla. Cambié el azul del cielo por el azul cielo de la bandera. Estoy ahí, alelado, un rato más.

Pienso que ya pronto me debo ir a la universidad. Pienso que no debo tener prisa. Pienso que debo romper.

Me levanto de la silla roja. No estoy seguro hacia dónde me dirijo, sólo sentía que era momento de pararme de ahí. Tal vez fue sentir el estómago vacío. Antes de ir a la cocina verifico el reloj. Las seis y veinte y cuatro. Estoy a tiempo.

Me acuesto en la cama a mirar el techo. No sé si cerré los ojos, pero veo los objetos de búsqueda. Me veo sentado en la silla roja, mirando la mesita. Me veo en una esquina del salón de kínder, llorando. Me habían enviado allí porque traté de enterrarle la punta del lápiz a la nena que estaba diciéndome cosas. Al final se lo merecía, y como eran los lápices de esos que son gorditos, como lo era ella y aún lo es, pues no pasó nada malo, pero yo estuve allí, sentado, un rato más.

Me veo correteando en las tantas horas de merienda, jugando escondite, pelota, chico paralizao. Me veo en otras tantas graduaciones. Nos graduamos tanto. Olvido la de sexto. A esa no llegó. En esa no me veo. Me veo en la de cuarto año. En esa ya había sido aceptado en la universidad, la de Puerto Rico, la de Bayamón, no la de Río Piedras, no sabía lo que significaba eso, pero me veo en ese último año de escuela superior. Era posible beber más alcohol, pero coño, una gota más y no sé si estaría aquí, fue lo suficiente. Me veo descubriendo música. En casa siempre era o la Z o ESTEREOTEMPO, tal vez mami de vez en cuando le daba con poner los LP de Danny Rivera, o de Haciendo Punto, pero la mayoría del tiempo era Ednita o Myriam Hernández, eso me recuerda a limpiar, y no quiero. La salsa se quedó, pienso que es raro, viniendo de dónde viene en mi casa, pero es que la siento natural, tal vez por las historias de mi abuelo. Entonces me veo en la universidad. Abro los ojos alarmado.

Pienso que debo ir a la universidad. Pienso que creo que debo tener prisa. Pienso que debo romper.

El reloj me dice que ya no me puedo hacer desayuno. Seis y cincuenta y nueve. Me siento en la orilla de la cama, con calma. Se me hace inevitable mirar la mesita llena de vida, de mi vida. Me levanto de la cama para no perder más tiempo. Agarro la toalla y doy pasos rápidos por el pasillo en dirección al baño. Siento la profundidad de unos ojos que me observan. Me detengo antes de entrar por la puerta del baño. Los siento llamándome. Salgo del letargo, miro y no hay nada. Estoy ahí un rato más, no sé cuánto, juro haberla visto mirándome.

La universidad. Regreso a mí. Entro a la ducha intranquilo. No es la primera vez que los siento, pero esta vez la intensidad fue otra, como si un encuentro estuviera cerca.

Abro la ducha y como siempre dejo el agua caer unos minutos. Espero que caliente. Eso del agua fría nunca ha sido lo mío. Ya caliente viene el juego de ponerla más fría porque está muy caliente, al final pienso que siempre está más fría que caliente, pero manías son manías.

El agua me calma y me hace olvidar la mirada punzante. Sin embargo, me siento exhausto del encuentro. Me siento en el piso de la ducha a escuchar el agua caer. Las gotas golpean mis piernas, con cada gota se va un segundo, con cada gota me acerco al interior.

Pienso que debo ir a la universidad. Pienso que no debo tener prisa. Pienso que debo romper.

Voy descalzo, como me gusta. Siento las piedritas en los pies. El agua se escucha fría allá arriba, siempre confundo el nombre de la charca, “¿José Domínguez, Juan Domingo?” pregunto, siempre “No… Juan Diego” me contesta Lourdes, siempre. Reímos, de tantas cosas. Hablamos, de tantas cosas. Somos tantas cosas sinceras. El agua de la cascada nos arropa. Sentimos las pieles erizarse. Sentimos el silencio estridente del agua. Nuestras voces quedan enmarcadas en una de las piedritas que sentimos en los pies, nos harán recordar siempre que un día de verano estuvimos amándolo todo, “Yunque 2013”, con eso bastará para evocarnos.

Pienso que debo ir a la universidad. Pienso que debo tener prisa. Pienso que debo romper.

Voy descalzo, como me gusta. Siento la arena tibia en los pies. El sonido del agua me calma. El viento como siempre enfrascado en su amorío eterno con las palmeras y las uvas playeras. Ambos sonidos, junto a las voces que siempre me acompañan. No sé físicamente quién me acompaña. No sé quién etéreamente me acompaña. Están ahí, eso sí, las olas me hacen recordar. El cielo con su atardecer. Julia, no me recuerdo, me siento. Te siento. Recojo caracoles. Los lleno de vida, con eso bastará.

Pienso que debo ir a la universidad. Pienso que no debo tener prisa. Pienso que debo romper.

Despierto descalzo, como me gusta. Siento el rocío en mi piel, me entra por la nariz, luego me entra por los ojos. El negro le va huyendo al azul, que se va proclamando victorioso. Los ruiseñores se dejan sentir. El mar está ahí, a varios pasos de mi despertar. A mi lado el bolígrafo y la libreta. En Buyé, muy lejos del primer nombramiento. Aún recuerdo los zapatos rosados, la camisa blanca, y la sonrisa nerviosa que entraba por la puerta de la cafetería. Mi primer café. Mi primera mirada. Mi primer beso. Mi primer deseo de escribir. He gastado papeles nombrándoles innombrables. Ahora aquí, en este amanecer, después de una luna menguante que se escondió sigilosamente en un horizonte oscuro, vuelve y retuerce. Me siento. Soy una gigantesca mano. La nombro, para que me nombre, innombrable. Innombrable yo, no ella, yo. En una hoja la recuerdo, la recordaré para siempre. En la libreta me desgarro, como siempre, nombrando.

Pienso que debo ir a la universidad. Pienso que debo tener prisa. Pienso que debo romper.

El agua ya no está tibia. Ya no me calma. Se ha enfriado demasiado, me hace volver. La clase. No sé cuánto tiempo llevo sentado en el piso de la ducha. Siempre me pasa lo mismo. Me levanto. Una energía nueva, que viene por la prisa y por querer aprovechar lo poco que queda de agua caliente.

Pienso que debo romper.

Vuelvo al cuarto. Siete y treinta y uno. Me tardo algunos segundos decidiendo qué pantalón ponerme ¿largo? ¿corto? ¿cuándo fue la última vez que me lo puse? Hace calor, escojo uno corto, rojo. La camisa no es tan difícil, una v-neck blanca, como siempre, para la calma. Me siento en la silla roja. Busco los zapatos con la mirada. Juro habérmelos quitado en el cuarto. La mirada se detiene en la mesita. Justo en el centro.

Ruptura…

La piedra. Blanca. Lo dice todo. Lo recoge todo. La vida es ruptura toda. Fijo mi mirada involuntariamente.

Ruptura…

Se cierran los portones de la universidad. Se escuchan consignas de lucha. Se montan barricadas. Se hablan utopías. Se sueña en casetas coloridas sobre un futuro glorioso.

Ruptura…

Camino escuchando zorzales. Crecí. Busco la toga. Las aceras tienen las mismas grietas de hace cuatro años. Los verdes son los mismos de hace cuatro años. Los engullo con suspiros que se rompen y pupilas que se mojan. Me voy. Se va. Me quedo.

Ruptura…

Me encuentro íntimo. También hay desencuentros. Se camina igual. Pero luego ya no van uno detrás del otro los pasos. Ni por las mismas agrietadas aceras. Ni por los mismos despejados cielos.

Ruptura…

Las flores están descolocadas. Van como yo. Muriendo. No están en su sitio. Yo busco sitio. Ellas ya encontraron el suyo. La muerte. En sus pétalos brillantes, en sus últimos suspiros, dónde más olorosas se encuentran, porque lo saben. Yo aún no lo sé. Las respiro buscando familiarizarme. Qué hermoso sería morir dejando estelas de olores por el mundo. Tal vez eso haga. ¿Cuánto falta? No estoy listo para la ruptura final. Siento un golpe hondo. Todavía queda mucho por sufrir y por reír. Lo siento.

Ruptura…

Cómo salí del delirio no recuerdo. El corazón palpitaba asustado. Mis manos temblaban. Recuerdo lo que buscaba. Los zapatos estaban ahí, debajo de la mesita. Me unto del aceite de sándalo para espabilar un poco, para la calma. Me pongo los zapatos, pongo el bulto en mi espalda y salgo a caminar.